En una publicación del año 2019, Jesús Ricardo Martín
nos comenta que «El latín sigue vivo y coleando». Leamos el texto:
Los físicos tienen claro que la materia ni se crea ni
se destruye: se transforma. Igualmente, las lenguas ni nacen ni mueren:
evolucionan. ¿El latín (y el griego) es una «lengua muerta»? En absoluto. Ahora
mismo estamos hablando el «latín de Cicerón»; es evidente que con algunos
fonemas distintos, evolucionados («solo algunos»), pero nada más: esos fonemas
producto de una evolución, no de una muerte; estamos hablando el mismo idioma
que habló Cicerón después de 2.000 años de evolución, solo evolución. Si ahora
un galegofalante dice «mestre» un castellanohablante «maestro», un italiano
«maestro», un francés «maître», un inglés «master» y un alemán «Meister» no es
por caprichos idiomáticos; es porque todas esas palabras son simple evolución
del latín «magister». Si nosotros decimos «César», los italianos «cesare», los
alemanes «kaiser» y los rusos «zar», tampoco es capricho: es evolución de
«caesarem».
Es «latín (y griego) evolucionado» el que hablamos mientras nos expresamos en
las lenguas «románicas» o «latinas»: castellano, gallego, catalán, portugués,
francés, italiano, rumano… ¿Somos actualmente en torno a los 1.500 millones de
«latinoloquentes»? Añadamos las aportaciones gramaticales y léxicas que el
latín (y el griego) (a través del Renacimiento) hizo a lenguas como el inglés
(la mitad del léxico es latino), el alemán (toda la estructura gramatical es
latina) o influencias menores pero importantes como al ruso o al vasco.
¿Hablamos, por tanto, de un idioma presente en mayor o menor medida en casi
4.000 millones de personas? ¿Hablamos de que el latín sigue vivo, en mayor o
menor importancia, en la mitad de los hablantes de nuestro planeta? Pues sí: de
eso hablamos.
Espero que muy pronto la Unesco declare al latín y al
griego idiomas «Patrimonio inmaterial de la Humanidad». Pero no nos quedemos en
el aspecto lingüístico. Otros tan importantes como el derecho (prácticamente
todos los países del planeta se rigen por el derecho privado romano), la mitología
(¿a día de hoy algún coruñés duda de que Hércules enterró al malvado Gerión
debajo de la Torre?), la literatura (¿no es cierto que Horacio y Ovidio
influyeron en Rosalía de Castro?), son pilares de nuestra cultura, de nuestra
cultura «grecolatina», esa burbuja en la que estamos inmersos y dentro de la
cual respiramos. Estamos hablando de esa «cultura occidental» con una escala de
valores muy distinta a, por ejemplo, la musulmana.
Y no digamos el teatro. El teatro lo inventaron los
griegos. Hoy siguen vivas las tragedias griegas porque sus mensajes son
«universales», transcienden generaciones, culturas, civilizaciones… ¿alguien
puede dudar de que el mensaje de Troyanas (Eurípides) «las guerras son siempre nefastas
incluso para el que las gana y siempre perniciosas precisamente para quienes no
participan en ellas (mujeres y niños)» no sigue siendo real y actual en Alepo,
Siria? O Plauto, el primer y mayor comediógrafo de todos los tiempos; su
«humor» blanco, desenfadado y surrealista sigue siendo la base de cualquier
escuela de risoterapia. ¿Alguien podría explicarme la diferencia que existe
entre el «viejo verde Lisídamo» (Sorteo de Cásina) y Antonio Recio, «mayorista
que no limpia pescado»? Pues eso.
Análisis y
comentario
1. El latín
clásico como fundamento de la educación humanista
El texto de Jesús Ricardo
Martín constituye una defensa brillante del latín —y por extensión, del griego—
no como reliquia del pasado, sino como instrumento
vivo de formación intelectual y cultural. Su tesis principal es que el
latín no ha muerto, sino que ha
evolucionado y pervive en las lenguas, las instituciones y los valores del
mundo occidental. Desde una mirada educativa, esta idea es
profundamente significativa: aprender latín no es aprender una lengua muerta,
sino conectarse con la raíz viva del
pensamiento, del lenguaje y de la civilización que nos define.
2. El valor
educativo del latín: formación del pensamiento y la lógica
Aprender latín clásico
implica mucho más que memorizar declinaciones o traducir textos antiguos.
Significa aprender a pensar con rigor.
La estructura lógica y sintáctica del latín —donde cada caso, cada conjugación
y cada concordancia tienen un sentido exacto— desarrolla en el estudiante una disciplina mental y una precisión intelectual
que pocas lenguas modernas ofrecen.
El autor, al comparar la evolución lingüística con las leyes físicas de
la materia («ni se crea ni se destruye: se transforma»), nos recuerda que el
pensamiento también se transforma, pero necesita
raíces sólidas. El latín ofrece esas raíces: enseña la relación entre
las ideas y las palabras, entre la forma y el contenido. En la educación
moderna, dominada por la inmediatez y el pensamiento fragmentado, el estudio
del latín representa una escuela de orden
mental y claridad conceptual.
3. El latín como conciencia cultural y
ciudadanía global
El texto subraya que millones de personas en el planeta hablan «latín
evolucionado», al referirse a las lenguas romances y a la influencia
del latín en otras lenguas como el inglés o el alemán. Desde la perspectiva
educativa, esto implica que aprender latín amplía la conciencia lingüística: nos hace comprender la
unidad subyacente entre pueblos, culturas y lenguas aparentemente distintas.
En un mundo globalizado, donde el aprendizaje tiende a lo utilitario y
efímero, el latín proporciona una
educación de largo alcance, que trasciende modas y fronteras. Saber
latín es entender cómo piensan las lenguas europeas, cómo se estructura el
derecho, la política, la ciencia y la cultura. Aprender latín no es mirar al
pasado, sino entender el presente desde
sus cimientos.
4. El latín y la
formación ética del ciudadano
Cuando el autor menciona
que casi todos los sistemas jurídicos se basan en el derecho romano, está apelando a un aspecto esencial de
la educación: la formación ética y
ciudadana. El latín clásico no solo transmite un idioma, sino también
un modo de entender la justicia, la
moral, la virtud y la responsabilidad social. Quien estudia textos
como las Instituciones de Justiniano o
los discursos de Cicerón, no solo aprende vocabulario: aprende el sentido del
deber, del bien común, de la república.
Así, el aprendizaje del latín debe concebirse como una educación integral del espíritu, que
vincula el conocimiento con los valores, la palabra con la acción, el
pensamiento con la conducta.
5. El latín y la
educación estética: la herencia literaria y teatral
La referencia a la tragedia
griega y a la comedia latina (Eurípides, Plauto) resalta otro aspecto clave de
la formación clásica: la educación
estética y humanística. El contacto con los textos latinos y griegos
permite al estudiante comprender que los problemas humanos —la guerra, la
ambición, el amor, el poder, el destino— son universales y atemporales.
Estudiar latín no es solo aprender una lengua, sino aprender a sentir, pensar y crear como parte de una tradición
milenaria.
En tiempos en que la educación tiende a la especialización técnica y al
pragmatismo, el latín nos devuelve la dimensión reflexiva, crítica y sensible del conocimiento. Nos
enseña que la cultura no se reduce a datos, sino que es una forma de sabiduría.
6. Conclusión
El texto de Jesús Ricardo
Martín no es una defensa nostálgica del pasado, sino una propuesta pedagógica de futuro. En un
mundo acelerado, donde el conocimiento se vuelve cada vez más superficial, el
estudio del latín ofrece una pausa necesaria: un ejercicio de profundidad, de
conexión con el origen y de respeto por la palabra.
Desde la educación, el latín clásico debe entenderse como una herramienta de pensamiento crítico, de
comprensión cultural y de fortalecimiento espiritual. No se trata de
aprenderlo por erudición, sino por humanidad.
El que estudia latín
aprende, en el fondo, a pensar con
claridad, hablar con precisión y vivir con conciencia.
Análisis y comentario por David Misari
7 de octubre de 2025
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