Cuenta la tradición que, cierto día, el rey Salomón,
hijo de David, vio descender al arcángel Miguel y recibió por parte de él, un
anillo sellado con un pentagrama. Con ese anillo podía gobernar no solo a los
hombres, sino también a las criaturas ocultas que habitan en la penumbra del
mundo: los demonios.
El anillo brillaba como oro
ardiente bajo el sol, pero en las noches, cuando el silencio de Jerusalén era
profundo, su resplandor se volvía enfermizo, como una brasa rojiza que
palpitaba entre los dedos del rey. De esta manera, cierto día, el rey Salomón
decidió probar el anillo y al mencionar algunas palabras en hebreo, logró
invocar a cinco demonios, uno por cada punta del pentagrama. Fue así que
entabló conversación con ellos y llegaron a un acuerdo.
Salomón usaba el anillo
para ordenar a los demonios a trabajar en la construcción del Templo. Bajo la
apariencia de esclavos invisibles y otros tomando apariencia humana, aquellos
seres alzaban piedras que ningún brazo humano habría podido mover. Pero la
obediencia era fingida, pues cada uno de ellos aguardaba el momento de
liberarse y devorar a quien los sometía.
Una noche, mientras los
sacerdotes del Templo ensayaban sus salmos, Salomón sintió un susurro que no
provenía de ellos. Era un murmullo grave, como un enjambre de voces que se
derramaba desde el interior del anillo.
—¡Oh, rey de Israel!
—decían—, ¿cuánto tiempo más abusarás de nuestra fuerza? ¿No temes que tu poder
te consuma?
Salomón, con su orgullo de
sabio, respondió en voz alta:
—Mientras el sello del
Altísimo y a través del arcángel Miguel esté en mi mano, nada podéis contra mí.
Las voces callaron… pero no
del todo.
Esa misma noche, Salomón
soñó que caminaba por el Templo aún inconcluso. Entre los muros oscuros se
alzaban figuras encadenadas con hierros incandescentes. Tenían formas humanas y
animales a la vez, algunos con miradas extrañas y perversas. Todos murmuraban
su nombre. Uno de ellos, con una corona de rey, se inclinó hasta su oído y le
dijo:
—Un día dejarás caer el
anillo. Ese día, la piedra sobre la que se asienta tu trono beberá tu sangre.
El rey despertó
sobresaltado, pero el anillo seguía en su dedo. Sin embargo, ya no brillaba
dorado: una mancha oscura, como hollín, se extendía desde la piedra hacia el
metal.
Desde entonces, Jerusalén
empezó a llenarse de presagios: los perros aullaban sin causa, las sombras se
prolongaban incluso al mediodía, y los niños que nacían en la ciudad lo hacían
con un grito tan agudo que helaba la médula. Los sacerdotes no
encontraban explicación.
Salomón consultó el anillo,
y los demonios respondieron con risas. Ya no obedecían, sino que le hablaban en
sueños, prometiéndole tesoros y placeres imposibles si les entregaba la joya.
El rey, desconfiado, se negaba; pero cada día sentía el metal más pesado en su mano,
como si arrastrara con él el peso de todos los infiernos.
Finalmente, en una
madrugada en que el viento soplaba desde el desierto, Salomón se arrodilló en
el Sancta Sanctorum, colocó el anillo
sobre el altar y suplicó:
—¡Oh, Señor, líbrame del
poder que me diste!
No hubo respuesta. La
piedra del anillo palpitó como un corazón vivo. Entonces, de su interior salió
un humo negro que tomó forma de cien rostros conocidos: reyes enemigos,
esclavos muertos en las canteras, mujeres a las que había amado y olvidado.
Todos le rodearon, riendo con bocas que no eran suyas.
Se dice que esa noche el
rey desapareció durante cuarenta días. Algunos cronistas cuentan que vagó
desnudo por el desierto, despojado de su poder, mientras un demonio disfrazado
de él ocupaba el trono de Jerusalén. Otros afirman que nunca volvió del todo,
que quien regresó no era el mismo hombre. Sin embargo, algunos pocos afirman
que regresó y ordenó a que fabricaran setenta y dos cántaros con el fin de
encerrar a setenta y dos demonios con unos sellos mágicos y que solo pudieran
ser invocados con el poder del anillo.
Con el tiempo, una vez que
Salomón murió, el anillo fue ocultado, enterrado bajo una piedra negra cerca
del Templo. Y aún hoy, cuando la luna se llena sobre Jerusalén, hay quienes
juran escuchar ciertas voces que emergen del subsuelo, llamando a cualquiera
que se atreva a buscarlo.
Cuento: El anillo de Salomón
Escrito por David Misari Torpoco
Setiembre 2025
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