Cada tarde de miércoles, Julia se rociaba
el cuello con una colonia infantil. Era un frasco amarillo, con la forma de un
Minion sonriendo. Su novio, Hugo, lo había notado la primera vez y le dijo:
Y así, sin levantar sospechas, Julia se
marchaba cada semana, pero la verdad era que… no había ningún niño. Solo estaba
Edú.
Edú era su amigo, pues se conocieron en la
universidad. Por aquel entonces, Julia trabajaba en la fotocopiadora y Edú iba
seguido a sacar copias o imprimir materiales de lectura. Sin embargo, Edú era alguien
con quien nunca había formalizado nada. Había una tensión entre ellos desde el
primer momento en que se vieron: una atracción no resuelta, sin palabras, solo
con miradas y silencios largos. Nunca se besaron, nunca se acostaron. Pero cada
miércoles, sin falta, hacían algo más retorcido: exploraban los límites del
deseo sin cruzar la línea.
Edú la esperaba en su apartamento con una
vela encendida, un playlist de
Youtube con el nombre The way you love, makes me want to y
un par de instrucciones nuevas que había escrito en una libreta. Por su parte,
ella llegaba con la colonia de Minion aún fresca en la piel, y dejaba el bolso
en su mueble.
Edú se acercó más a ella y le quitaba la
ropa de manera brusca. Una vez desnuda, él se quitaba la suya. Pese a estar
desnudos, no había penetración, solo besos, caricias y roces en sus zonas
íntimas. Además, hacían posturas y él le susurraba al oído palabras lujuriosas,
mientras besaba su cuello y con sus manos le tocaba los senos. El deseo flotaba
como humo espeso, sin consumarse nunca del todo.
A veces Julia pensaba en Hugo. Le venía la
imagen fugaz de su sonrisa sincera, su confianza ciega, su forma tierna de creer
en todo lo que ella decía. Una vez que Edú eyaculaba sobre el pecho de Julia,
se echaba a un costado, ya relajado. Luego de unos minutos, Edú le preguntó:
Los miércoles se convirtieron en un día
secreto. Un paréntesis donde Julia se permitía lo que en su relación no cabía:
el deseo sin culpa, el juego sin final, el roce con piel desnuda. Sin embargo,
cada vez que regresaba a casa, Hugo la abrazaba.
La mentira era tan perfecta, que casi
parecía verdad, porque de cierta manera, sí cuidaba de un niño. Uno escondido en
un cuerpo adulto, lleno de curiosidad, juego, límites por explorar y experimentar.
Un niño con ojos de deseo y manos que sabían esperar.
Y el frasco de colonia amarilla con la cara
de un Minion, cada vez más vacío, era el único testigo de todo.
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