Raquel tenía treinta años y
una historia que parecía escrita con tinta ardiente. Había amado sin reservas,
sin ataduras, con la libertad de quien cree que el corazón no se desgasta con
el tiempo. Sus relaciones pasadas eran un mosaico de noches intensas, viajes
sin regreso y promesas que se deshicieron con la misma rapidez con que se
pronunciaron.
Pero
ahora, con Sebastián, ella buscaba otra cosa. No se trataba de juegos ni de
huir del amanecer; lo que deseaba era un refugio, un amor limpio en el que
pudiera descansar su cansancio de mundo.
Al
principio, Sebastián parecía comprenderla. Se enamoró de su risa clara, de la
manera en que sus ojos se volvían océanos cuando hablaba de libros o de la
música que marcó su juventud. Sin embargo, cuando los rumores sobre el pasado
de Raquel llegaron hasta él, la ternura empezó a envenenarse.
—¡Raquel! —le dijo una tarde, mirándola con una dureza que ella no le había visto nunca—,
¿cómo esperas que yo construya algo puro contigo, si tu vida ha estado llena de
hombres? No puedo creer que te hayas metido con compañeros de la universidad y
también con tres hombres casados. Con ese pasado ¿esperas que a tu lado construya
una familia?
Ella no respondió de inmediato. Sintió un nudo en la garganta, una
mezcla de vergüenza y de rabia. Al cabo de unos segundos, murmuró:
—Lo que fui, Sebastián, no
me convierte en lo que soy. No sé a qué viene tu pregunta, si antes de estar
contigo, sabías que estuve con algunos hombres y así decidiste aceptarme,
dijiste que me querías y que no te importaba mi pasado.
Él bajó la mirada, pero no cedió y respondió:
—Sí, es cierto, pero pensé
que solo habías estado con pocos hombres, no con muchos. Mejor me voy antes de
decirte cosas peores. ¡Buenas noches! —se despidió y salió molesto del cuarto
de Raquel.
La distancia se hizo más
grande en los días que siguieron. Sebastián la juzgaba en cada silencio, en
cada pregunta velada. A veces estaban bien una o dos semanas, pero luego, a
oídos de Sebastián llegaban algunos rumores sobre Raquel. Las veces que tenían
intimidad, Raquel se movía muy bien y le decía a Sebastián que le diga cosas
subidas de tono (obviamente, propias del momento), a lo que Sebastián, una vez
que terminaban, le preguntaba: «¿Quién más te dijo eso? ¿Dónde aprendiste
aquello?». Como si amar con libertad la hubiese convertido en alguien indigna
de un amor verdadero.
Raquel empezó a sentirse
atrapada en un tribunal sin jueces, donde cada gesto de Sebastián era una
sentencia. Una noche, mientras Raquel ordenaba su cuarto, encontró un libro de
Oscar Wilde que le regaló un amigo literato. El título era Carta a Lord Alfred Douglas y rescató el siguiente texto:
(…) No te dé miedo el
pasado. Si te dicen que es irrevocable, no lo creas. El pasado, el presente y
el futuro no son sino un momento a la vista de Dios, a cuya vista debemos
tratar de vivir. (…) Lo que tengo ante mí es mi pasado. He de conseguir mirarlo
con otros ojos, hacer que el mundo lo mire con otros ojos, hacer que Dios lo
mire con otros ojos. Eso no lo puedo conseguir soslayándolo, ni
menospreciándolo, ni alabándolo, ni negándolo. Únicamente se puede hacer
aceptándolo plenamente como una parte inevitable de la evolución de mi vida y
mi carácter: inclinando la cabeza a todo lo que he sufrido.
Una vez que lo leyó, se
sentó frente al espejo de su habitación y entendió que no debía defenderse ante
nadie. La vida que había vivido era suya: los errores, los placeres, las
lágrimas y los vacíos. Todo formaba parte del camino que la había llevado hasta
ese instante.
Se repitió en voz baja, casi como un rezo:
—Solo yo puedo juzgarme. Yo
sé mi pasado, yo sé el motivo de mis opciones, yo sé lo que tengo dentro. Yo sé
cuánto he sufrido, yo sé lo que es ser fuerte y frágil, yo y nadie más.
Al día siguiente, Raquel citó a Sebastián en el mismo café donde habían
tenido su primera cita. Con serenidad, le dijo:
—Yo no busco que olvides mi
pasado. Lo que busco es que entiendas que no me define. Si no puedes amarme por
lo que soy ahora, entonces no me ames en absoluto.
Sebastián guardó silencio. Dudó, luchó consigo mismo y con todo lo que
sus amigos le habían dicho. Aunque había ternura en él, también una sombra de
prejuicio que lo carcomía. Raquel lo entendió en su mirada: él no estaba listo
para verla sin cadenas. En otras palabras, él no estaba listo para tener una
relación con ella.
Raquel se levantó, lo besó en la frente y salió del café con paso firme.
No lloró, porque en peleas anteriores ya había llorado. Esta vez, no lo hizo, porque
en ese instante, descubrió que lo único verdaderamente puro era el amor que
había aprendido a tenerse a sí misma y que nadie, ni siquiera el hombre a quién
ella quería mucho, tenía derecho a juzgarla por su pasado, un pasado que,
lamentablemente, Sebastián en vez de ayudarla y apoyarla con amor, solo se
dedicó a juzgarla.
Cuento: Nadie tiene derecho
a juzgar tu pasado
Escrito por David Misari Torpoco
30 de setiembre de 2025
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