28 | El peón silencioso

 


Año 2019, Lima, Perú

En los círculos de abogados más prestigiosos de Lima, todos conocían a Alexander Amoretti. Brillante, famoso por ganar los juicios más complejos y con una presencia imponente en los tribunales, Amoretti gozaba de una cartera de clientes poderosos, despachos elegantes y entrevistas constantes en televisión. Se había hecho célebre por triunfar en casos mediáticos; sin embargo, había algo más que alimentaba su sensación de invencibilidad: era un extraordinario jugador de ajedrez.

Como en los juicios, donde se alzaba como vencedor, en cada partida se veía a sí mismo como un rey intocable, un estratega al que nadie podía derrotar.

Alexander no solo jugaba: humillaba. Disfrutaba anticipar los movimientos de sus rivales —abogados, médicos, ingenieros, arquitectos y profesionales de toda índole— y, al finalizar la partida, solía rematar con frases cargadas de soberbia:

·         A un abogado rival le espetó: «Recuerda, el ajedrez es como la vida: siempre gana el mejor».

·         A un médico de renombre: «¿Sabes por qué has perdido? Porque un médico busca proteger y prevenir; en cambio, un abogado como yo siempre busca aplastar a su rival».

·         A un profesor de Literatura: «¿Lo ves? El ajedrez no es para soñadores, sino para mentes que saben ejecutar estrategias inteligentes. ¡Gané!».

·         A un astrónomo: «Me hablaste de eclipses y de cómo un cuerpo celeste proyecta su sombra sobre otro… pues tu rey cayó porque nunca entendiste que siempre estuvo bajo mi sombra».

·         Y a un arquitecto de la PUCP, antiguo campeón interescolar: «Recuerda bien mi nombre, porque en este tablero nadie más te derrotará con tanta elegancia».

El tiempo pasó y, entre retos y desafíos, Alexander siempre salía victorioso.

Hasta que un día, tras derrotar a un colega de la Universidad de Lima, este le dijo con tono sereno:

—No hay duda de que eres muy bueno. Pero lo que no comparto es tu arrogancia. Dime, ¿has jugado con Eduardo?

—¿Eduardo? ¿Quién es ese? ¿Algún colega nuestro, un ingeniero de la UNI?

—Eduardo Vargas. Abogado, como tú, aunque tres años menor. ¿De verdad nunca lo has enfrentado?

Alexander negó con la cabeza, sorprendido.

—Es extraño —continuó su colega—. Eduardo es un gran jugador de ajedrez. No le interesan los clubes ni la fama; ni siquiera litiga. Vive de otra manera, alejado de los reflectores. Pero en los círculos discretos de ajedrecistas, su nombre inspira respeto. Quienes hemos jugado con él sabemos de su talento. Me resulta raro que no lo conozcas.

Alexander escuchó con gesto impasible, aunque una sonrisa de desdén asomaba en su rostro. No podía creer que existiera un abogado con tal destreza al que él no hubiese derrotado.

Esa misma tarde envió a sus asistentes a investigar. En pocas horas tenía en sus manos la información: dónde vivía, dónde trabajaba y cómo contactarlo. Molesto y curioso a la vez, redactó una invitación formal: un reto en el Club de Ajedrez de Abogados de Miraflores, lugar de maderas nobles y lámparas antiguas donde se consagraban los grandes jugadores.

Tres días después recibió un mensaje en WhatsApp: «Será un placer jugar contigo». Nada más. Ni alarde, ni despliegue de triunfos. Solo calma. Alexander, que en su invitación había enumerado su lista de victorias y advertido a Eduardo que se preparara para perder, percibió en esa sobriedad una incomodidad inexplicable.

Llegó el día, el club estaba lleno. Los socios, en su mayoría abogados, rodeaban la mesa principal. Alexander entró impecable: traje Hugo Boss azul noche, zapatos Boggi Milano, sonrisa de confianza absoluta. Eduardo, en cambio, vestía con sencillez, sport elegante, sin buscar miradas ni aplausos. Se dieron la mano y tomaron asiento.

La partida comenzó. Alexander desplegó su agresividad habitual: ataque abierto, piezas avanzadas, movimientos veloces, casi teatrales. Eduardo, en contraste, jugaba despacio. Sus movimientos eran simples, incluso tímidos. Avanzaba peones con paciencia, como si el reloj no existiera. Entre los espectadores surgieron murmullos: «¿Eduardo será tan bueno como dicen?», «Parece que no juega en serio».

Alexander sonreía, confiado en arrasar, pero pronto el tablero reveló otra verdad: aquel aparente desorden era una red invisible de estrategias. Los peones de Eduardo comenzaron a cerrar caminos, a bloquear avances, a encerrar poco a poco al rey enemigo.

Por primera vez en años, Alexander frunció el ceño. Sentía que el tablero se le escapaba. Eduardo esperaba, calculaba y, con movimientos silenciosos, construía una trampa perfecta.

Entonces ocurrió lo inesperado: Eduardo sacrificó un alfil. Alexander sonrió, creyéndose victorioso, y lo tomó sin pensar. Tres jugadas después, su rey estaba acorralado.

Eduardo levantó la mirada y, con voz serena, pronunció las únicas palabras de la noche:

—Nunca subestimes a un peón… hasta el rey más arrogante puede caer bajo un ataque silencioso.

El silencio fue absoluto. Alexander no soportaba los murmullos de asombro, menos aún porque varios colegas y amigos cercanos presenciaban su derrota. Nadie lo había vencido con tanta claridad. Nadie lo había hecho sentir tan pequeño.

Eduardo no levantó los brazos, no buscó aplausos ni felicitaciones. Estrechó la mano de su rival y se retiró con la misma discreción con la que había llegado. Su victoria no necesitaba discursos: había hablado el tablero.

Desde aquel día, en el Club de Ajedrez de Abogados de Miraflores, la anécdota se convirtió en leyenda. Y muchos recordaron que, en la vida como en el juego, la verdadera grandeza no reside en la arrogancia, sino en la paciencia silenciosa de quienes saben esperar el momento justo para mover su pieza más humilde.

Cuento: El peón silencioso
Escrito por David Misari Torpoco
Agosto 2025

 

 


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