Año
2019, Lima, Perú
En
los círculos de abogados más prestigiosos de Lima, todos conocían a Alexander Amoretti.
Brillante, famoso por ganar los juicios más complejos y con una presencia
imponente en los tribunales, Amoretti gozaba de una cartera de clientes
poderosos, despachos elegantes y entrevistas constantes en televisión. Se había
hecho célebre por triunfar en casos mediáticos; sin embargo, había algo más que
alimentaba su sensación de invencibilidad: era un extraordinario jugador de
ajedrez.
Como
en los juicios, donde se alzaba como vencedor, en cada partida se veía a sí
mismo como un rey intocable, un estratega al que nadie podía derrotar.
Alexander
no solo jugaba: humillaba. Disfrutaba
anticipar los movimientos de sus rivales —abogados, médicos, ingenieros,
arquitectos y profesionales de toda índole— y, al finalizar la partida, solía
rematar con frases cargadas de soberbia:
·
A
un abogado rival le espetó: «Recuerda, el ajedrez es
como la vida: siempre gana el mejor».
·
A
un médico de renombre: «¿Sabes por qué has
perdido? Porque un médico busca proteger y prevenir; en cambio, un abogado como
yo siempre busca aplastar a su rival».
·
A
un profesor de Literatura: «¿Lo ves? El ajedrez no es
para soñadores, sino para mentes que saben ejecutar estrategias inteligentes. ¡Gané!».
·
A
un astrónomo: «Me hablaste de eclipses y de cómo un cuerpo
celeste proyecta su sombra sobre otro… pues tu rey cayó porque nunca entendiste
que siempre estuvo bajo mi sombra».
·
Y
a un arquitecto de la PUCP, antiguo campeón interescolar: «Recuerda
bien mi nombre, porque en este tablero nadie más te derrotará con tanta
elegancia».
El tiempo pasó y, entre retos y desafíos, Alexander siempre salía
victorioso.
Hasta que un día, tras derrotar a un colega de la Universidad de Lima,
este le dijo con tono sereno:
—No hay duda de que eres
muy bueno. Pero lo que no comparto es tu arrogancia. Dime, ¿has jugado con
Eduardo?
—¿Eduardo? ¿Quién es ese?
¿Algún colega nuestro, un ingeniero de la UNI?
—Eduardo Vargas. Abogado, como tú, aunque tres años menor. ¿De verdad
nunca lo has enfrentado?
Alexander negó con la cabeza, sorprendido.
—Es extraño —continuó su colega—. Eduardo es un gran jugador de ajedrez.
No le interesan los clubes ni la fama; ni siquiera litiga. Vive de otra manera,
alejado de los reflectores. Pero en los círculos discretos de ajedrecistas, su
nombre inspira respeto. Quienes hemos jugado con él sabemos de su talento. Me
resulta raro que no lo conozcas.
Alexander escuchó con gesto impasible, aunque una sonrisa de desdén
asomaba en su rostro. No podía creer que existiera un abogado con tal destreza
al que él no hubiese derrotado.
Esa misma tarde envió a sus asistentes a investigar. En pocas horas
tenía en sus manos la información: dónde vivía, dónde trabajaba y cómo
contactarlo. Molesto y curioso a la vez, redactó una invitación formal: un reto
en el Club de Ajedrez de Abogados de Miraflores,
lugar de maderas nobles y lámparas antiguas donde se consagraban los grandes
jugadores.
Tres días después recibió un mensaje en WhatsApp: «Será
un placer jugar contigo». Nada más. Ni alarde, ni despliegue de
triunfos. Solo calma. Alexander, que en su invitación había enumerado su lista
de victorias y advertido a Eduardo que se preparara para perder, percibió en
esa sobriedad una incomodidad inexplicable.
Llegó el día, el club estaba lleno. Los socios, en su mayoría abogados,
rodeaban la mesa principal. Alexander entró impecable: traje Hugo Boss azul
noche, zapatos Boggi Milano, sonrisa de confianza absoluta. Eduardo, en cambio,
vestía con sencillez, sport elegante, sin buscar miradas ni aplausos. Se dieron
la mano y tomaron asiento.
La partida comenzó. Alexander desplegó su agresividad habitual: ataque
abierto, piezas avanzadas, movimientos veloces, casi teatrales. Eduardo, en
contraste, jugaba despacio. Sus movimientos eran simples, incluso tímidos.
Avanzaba peones con paciencia, como si el reloj no existiera. Entre los
espectadores surgieron murmullos: «¿Eduardo será tan bueno
como dicen?», «Parece que no juega en serio».
Alexander sonreía, confiado en arrasar, pero pronto el tablero reveló
otra verdad: aquel aparente desorden era una red invisible de estrategias. Los
peones de Eduardo comenzaron a cerrar caminos, a bloquear avances, a encerrar
poco a poco al rey enemigo.
Por primera vez en años, Alexander frunció el ceño. Sentía que el
tablero se le escapaba. Eduardo esperaba, calculaba y, con movimientos
silenciosos, construía una trampa perfecta.
Entonces ocurrió lo inesperado: Eduardo sacrificó un alfil. Alexander
sonrió, creyéndose victorioso, y lo tomó sin pensar. Tres jugadas después, su
rey estaba acorralado.
Eduardo levantó la mirada y, con voz serena, pronunció las únicas
palabras de la noche:
—Nunca subestimes a un
peón… hasta el rey más arrogante puede caer bajo un ataque silencioso.
El silencio fue absoluto.
Alexander no soportaba los murmullos de asombro, menos aún porque varios
colegas y amigos cercanos presenciaban su derrota. Nadie lo había vencido con
tanta claridad. Nadie lo había hecho sentir tan pequeño.
Eduardo no levantó los brazos, no buscó aplausos ni felicitaciones.
Estrechó la mano de su rival y se retiró con la misma discreción con la que
había llegado. Su victoria no necesitaba discursos: había hablado el tablero.
Desde aquel día, en el Club de Ajedrez de Abogados de Miraflores, la
anécdota se convirtió en leyenda. Y muchos recordaron que, en la vida como en
el juego, la verdadera grandeza no reside en la arrogancia, sino en la
paciencia silenciosa de quienes saben esperar el momento justo para mover su
pieza más humilde.
Cuento: El peón silencioso
Escrito por David Misari Torpoco
Agosto 2025
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