Karen y Gian
Paul vivían un romance que parecía tejido con hilos de luz. Desde que se
conocieron, todo había sido sencillo y limpio: las risas fluían sin esfuerzo,
las conversaciones se alargaban hasta que el sueño les vencía, y cada cita, mejor
dicho, cada encuentro tenía ese aire de magia que no se puede inventar. No
había juegos, ni mentiras, ni máscaras. Solo ellos, y la certeza de que esa
especie de romance era un romance del bueno.
Karen
adoraba salir con él, pues se emocionaba cada vez que él le decía que llegaría
a su ciudad para verla. Una vez que se encontraban, bastaba que Gian Paul la
mirara para que sintiera que estaba en el lugar correcto, con la persona
correcta. Caminaban por calles tranquilas, compartían cafés, salían al parque
por las noches y parecían coleccionar momentos como si fueran flores frescas en
un jarrón.
Sin embargo,
tal como lo dijo el poeta griego Homero: «Cuando los dioses ven tanta
felicidad, entonces no lo toleran y desde los cielos envían la desdicha para
que lo hermoso entre dos mortales, se acabe». Fue así que un día, esa armonía
se quebró. No hubo traiciones, ni terceros, ni secretos oscuros. Fue algo más
silencioso y más dañino: palabras que salieron de la boca de Karen con una
fuerza y una crudeza que ella no midió. En un instante de enojo, dijo cosas que
perforaron algo muy profundo en él. Quizá creyó que después podría explicarse,
pedir disculpas, y que todo volvería a ser igual, pero no. Una vez pronunciadas
las palabras, ya las cosas no vuelven a ser las mismas, nunca.
Gian Paul
escuchó, guardó silencio, y esa noche no discutió. Solo se marchó antes de
tiempo. Los días siguientes fueron un mar de mensajes que él respondía con
frases cortas y distantes. Karen empezó a entender que algo se estaba
rompiendo.
Cuando por
fin accedió a verla, se encontraron en un café que solían visitar. Karen llegó
con una mezcla de esperanza y miedo, mientras él ya la esperaba, con una taza
de café que apenas tocaba.
No hubo más
palabras. Karen sintió que el mundo alrededor se volvía un ruido lejano: el
murmullo de otras conversaciones, el tintinear de las cucharas, la puerta que
se abría y se cerraba. Gian Paul se levantó, le dedicó una última mirada —esa
mirada que antes significaba un «te quiero»— y se fue.
Ella se puso
de pie y se fue a sentarse en el parque donde antes solían conversar, reír y
besarse las noches en las que se veían. Karen quedaba muy triste, se sentía
vacía y sola, mientras observaba a otras parejas que disfrutaban de la noche.
Karen sabía que «darse un tiempo» era, en realidad, un adiós disfrazado. Y
supo, también, que a veces lo más doloroso no es perder a alguien, sino haberlo
alejado con las propias palabras.
Esa noche
fue la peor noche que Karen vivió en su cuarto, mientras lloraba y revisaba los
mensajes y escuchaba los audios que antes se enviaba con Gian Paul. Se echó a
su cama muy triste y siguió llorando.
Al día
siguiente las noticias informaron que una joven de aproximadamente unos treinta
años fue encontrada muerta en su habitación, pues había bebido veneno para
ratas. Al lado de su cuerpo, los policías encontraron una nota que decía: «Malogré
lo lindo que proyectaba contigo, pero sin ti, no vale la pena esta vida. Te amo
Gian Paul, espero que algún día me perdones».
0 Comentarios