Soñé —o creí soñar— que
era el año 2022. No sabría decir si era marzo o abril, pero lo cierto es que el
mundo ya no era el mismo. Las restricciones se volvieron implacables para personas
como yo: los no vacunados. El Gobierno, en un último decreto, prohibió
tajantemente que saliéramos siquiera al umbral de nuestras casas. Las compras
debían hacerse únicamente por delivery. La calle, para nosotros, era territorio
prohibido. Así, mi encierro se tornó definitivo.
Y, sin embargo, no
sufrí. Lo digo con serenidad: no me afectó. Con tantos libros que dormían en mi
biblioteca, decidí dedicarme a leerlos todos. Tenía, por fin, lo que el mundo
moderno nunca nos da: tiempo. Me impuse la tarea de escribir análisis y
sinopsis de cada lectura, y publicarlas en mi página web y en las redes que
administro, como una forma de seguir compartiendo cultura —o al menos,
literatura.
Por las noches, cuando
el silencio hacía crujir las paredes, escribía mis propios libros. No estaba
solo. En el sueño, tenía un asistente, casi invisible, que me traía los
alimentos y los libros que encargaba por internet. Lo sentía como una especie
de Lampe, el criado de Kant, quien asistía al filósofo sin interrumpir jamás
sus rituales de pensamiento.
Algunas amistades,
ignorando los decretos, insistían en invitarme a salir. Yo, con voz tranquila,
les recordaba que me estaba vedado cruzar la puerta. Solo unos pocos —los
verdaderos— venían a visitarme, a escondidas, para compartir tertulias
literarias y filosóficas. Aquello se sentía como un eco lejano de Spinoza,
recibiendo a sus amigos en casa mientras pulía sus lentes y sus ideas.
Con la vuelta a las
clases presenciales, me vi obligado a abandonar la docencia. Sin carné de vacunación,
no podía enseñar. Cerré la puerta al aula, como Nietzsche lo hizo alguna vez, y
abrí de par en par la de la escritura. Por las mañanas corregía y editaba
textos de otros, ayudando a varios doctores a publicar sus libros y artículos.
Por las tardes leía sin pausa, y por las noches... escribía. Siempre escribía.
Incluso hubo una vecina
que quiso casarse conmigo. Pero, como en la municipalidad pedían el carné de
vacunación, no pudimos formalizar nada. Lo tomé como una ventaja. Nada debía
interrumpir mi retiro literario.
Y así pasaron los años.
Mi encierro se volvió leyenda. Nadie me vio salir jamás y antes de que llegara
el año 2030, simplemente desaparecí. Nadie supo con certeza qué ocurrió. No
encontraron mi cuerpo. No hubo pistas. Solo el silencio. Me declararon muerto,
y mi legado fue breve y contundente: cincuenta libros publicados.
Lo verdaderamente
extraño —aterrador, incluso— ocurrió después. En ese mismo sueño, escuché voces
de vecinos que contaban que vieron a dos policías que, al día siguiente de mi
desaparición, entraron a mi casa para investigar. Dijeron que apenas cruzaron
la puerta de la biblioteca, un olor denso a azufre les cortó la respiración. El
ambiente era espeso, como si el aire mismo pesara toneladas.
En la pared del fondo
encontraron un cuadro. Un retrato mío, de pie y con las manos en los bolsillos,
mirando al frente con una densa mirada que nadie recordaba haber visto en mí.
Pero no era eso lo inquietante.
Detrás de mi figura,
proyectada con una nitidez imposible, se alzaba la sombra de una criatura
deforme, oscura y demoníaca. A sus pies, en la pared, escrito con lo que
parecía sangre seca, podía leerse un mensaje:
«Doctor Morker, el
sexto hombre sobre la Tierra, después de Friedrich Hoffmann, que no conoció la
muerte, pues también el diablo se lo llevó caminando».
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